Todas las noches mi hija me llamaba llorando, rogándome que fuera a buscarla.
Apenas habían pasado diez días desde que mi hija, Élise, dio a luz. Aislada en casa de sus suegros, vivía el posparto en silencio y con ansiedad. Todas las tardes, sobre las dos, me llamaba con la voz temblorosa por el cansancio: «Mamá, estoy agotada… Tengo miedo… ven a buscarme…».
Estas llamadas me atormentaban. Y, sin embargo, cada vez, mi marido me tranquilizaba: «Es normal, acaba de tener un bebé. Tiene que adaptarse». Así que me quedé allí, teléfono en mano, abrumada por la preocupación.
Pero una noche, algo dentro de mí se quebró. Desperté a mi esposo al amanecer y le dije con firmeza: «Tengo que ir a buscarla. Ya».
Una escena insoportable en el patio familiar.
Treinta kilómetros después, llegamos frente a la casa familiar. En cuanto veo el patio, me tiemblan las piernas.
Dos ataúdes.
Una grande, cubierta de flores. La otra diminuta.
Mi hija. Y mi nieta.
Se me cierra la garganta, mis lágrimas ya no fluyen. Están ahí, silenciosas, congeladas para siempre en esta escena irreal.
Una tragedia evitable.
Los vecinos, los rumores… poco a poco, la verdad salió a la luz. Élise había rogado que la llevaran al hospital. Sangraba profusamente. Pero la tradición la mantenía encerrada: «El Sutak prohíbe salir de casa durante once días después de dar a luz», habían declarado sus suegros.
En lugar de un médico, le dieron hojas medicinales. Cuando su condición empeoró, ya era demasiado tarde.
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