Me agaché y lo recogí con cuidado, sintiendo su peso en las manos. Era suave, casi demasiado suave para algo que se había caído al suelo. Sentí un ligero tirón en el pecho, como si mis instintos me dijeran que algo no iba bien, algo significativo en ese momento.
Desenvolví la tela con cuidado y allí, dentro, había una pequeña caja de madera. Me temblaban los dedos al abrirla con cuidado. Dentro, encontré un relicario de plata. Se me cortó la respiración al examinarlo. El relicario no era una joya cualquiera. Estaba intrincadamente tallado con símbolos que no reconocí, y su superficie tenía un ligero deslustre, lo que indicaba que llevaba mucho tiempo en el relicario.
El ciervo se quedó allí, el más grande observando con calma desde la distancia, mientras el pequeño me observaba con esos ojos profundos y conocedores. No sabía por qué, pero sentí como si el pequeño ciervo esperara algo de mí, como si fuera un mensaje, una invitación a algo que aún no podía comprender.
Confundido, me puse de pie, agarrando el relicario con fuerza. Pensé en qué hacer. ¿Debería intentar seguirlos? ¿Debería entrar y olvidar este extraño encuentro? Pero algo dentro de mí, algo primitivo, me decía que prestara atención. No podía explicarlo, pero la idea de simplemente alejarme no me parecía bien.
Grité: “Oye, ¿estás… estás tratando de decirme algo?”
El pequeño me miró parpadeando y luego giró la cabeza hacia la arboleda, como instándome a seguirlo. Mi corazón se aceleró al darme cuenta de que los ciervos parecían querer que los acompañara.
Volví a mirar el relicario. No había nombre ni iniciales. Solo las tallas. No tenía ni idea de qué significaba todo aquello, pero sentía una profunda curiosidad. Quizás no se trataba solo de un encuentro extraño. Quizás era el comienzo de algo más.
Sin pensarlo, metí el relicario en el bolsillo y decidí seguirlos.
Caminé con cautela hacia la arboleda donde habían desaparecido los ciervos, con el suave crujido de sus cascos sobre las hojas secas que tenía delante. El bosque era denso y oscuro, y la luz del atardecer se filtraba entre las ramas como rayos de oro. Pero había algo inquietante en el aire, algo que me erizaba los pelos de la nuca. Cuanto más me adentraba, más sentía que algo antiguo y misterioso se estaba desvelando.
El sendero por el que me guiaron no era largo —quizás un kilómetro—, pero fue suficiente para dejarme con una sensación de asombro e inquietud. Finalmente, llegué a un pequeño claro, y en el centro se alzaba un enorme roble nudoso. Sus ramas se extendían hacia el cielo, y el suelo a su alrededor estaba cubierto de musgo y maleza espesa.
El ciervo se había detenido junto al árbol, y el pequeño se giró para mirarme por última vez antes de alejarse a saltos hacia el bosque. Me quedé allí, con una extraña sensación de anticipación. Era como si el propio árbol me estuviera esperando.
Me acerqué lentamente al árbol, sintiéndome atraído por él de una forma casi magnética. Algo me indicó que mirara a mi alrededor, y al hacerlo, noté una tenue silueta en la tierra: una forma, como si algo hubiera estado enterrado o escondido allí hacía mucho tiempo.
Me arrodillé y comencé a quitar las hojas y la tierra. En cuanto mi mano tocó el suelo, sentí una extraña calidez, como si la tierra misma cobrara vida bajo mis pies. Con un poco de esfuerzo, descubrí una pequeña piedra erosionada, grabada con los mismos símbolos que había visto en el relicario. El corazón me latía con fuerza al girar la piedra, revelando un compartimento oculto.
Dentro había un pequeño trozo de pergamino. Lo desenrollé con cuidado, con los dedos temblorosos al leer las palabras escritas con una elegante caligrafía.
Para quienes buscan la verdad, el camino nunca es fácil. Pero quienes sean lo suficientemente valientes para afrontarla serán recompensados. Sigue las señales, pues conducen a una verdad más antigua que el tiempo mismo.
No podía creer lo que leía. ¿Un mensaje? ¿Una pista? ¿Pero qué verdad? ¿Qué viaje?
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