“No estoy enfermo, solo estoy cansado… Me crees, ¿verdad?”
Pero Rodrigo evitó su mirada. No había espacio para ella en su mente, solo para Camila.
Un año después, Rodrigo planeaba una boda lujosa. Lo que no sabía era que Mariana había salido del hospital tres meses antes. Se había mudado a casi 200 kilómetros de la capital, había aprendido a conducir y había vendido todas sus joyas para comprarse un superdeportivo usado de 2016. Tenía un solo objetivo: estar en la boda, no para mendigar, sino para cerrar este capítulo de su vida.
La música sonaba a todo volumen mientras el maestro de ceremonias anunciaba el corte del pastel de bodas. Justo entonces, el rugido de un motor se escuchó fuera del salón, ahogando el sonido de la banda. Todos los invitados voltearon la cabeza sorprendidos. Un deportivo negro apareció frente a la entrada y frenó bruscamente, levantando una nube de humo blanco.
Mariana salió. No llevaba vestido de gala ni peinado de salón. Llevaba un sencillo vestido blanco, el pelo suelto y una mirada fría y fija. En sus manos sostenía una caja de regalo elegantemente envuelta. La sala quedó en silencio.
Rodrigo se quedó helado, su rostro pálido:
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