Durante doce años, supo que su marido le era infiel, pero jamás le había dicho una palabra. Lo quería, era una esposa ejemplar… hasta que, en su lecho de muerte, le susurró una frase que lo dejó petrificado y sin aliento: el verdadero castigo acababa de comenzar.

 

“Te extraño, cariño. Ojalá estuvieras aquí esta noche.”

Su voz tenía una calidez que Elena nunca antes le había oído. Sus manos comenzaron a temblar. El biberón se le resbaló de la mano y rodó al suelo. No lo confrontó. No gritó ni lloró. En cambio, se dio la vuelta, regresó a la habitación de su bebé, abrazó a su hija y supo que algo en su interior acababa de morir.

A partir de ese momento, Elena optó por el silencio.
No hubo discusiones dramáticas, ni acusaciones, ni demostraciones de celos. Solo una silenciosa resistencia.

Raúl continuó con su doble vida: sus viajes de negocios, sus reuniones nocturnas, sus lujosos regalos para comprarle paz. Elena, mientras tanto, continuó con la suya: trabajaba con ahínco en su pequeño consultorio de psicología, ahorraba todo el dinero posible y construía un universo emocional apacible al que solo sus hijos, Diego y Camila, tenían acceso.

 

 

Sus amigos a menudo le decían lo bendecida que era.

—Tienes suerte, Elena. Raúl te trata como a una reina. —Le dedicó una pequeña sonrisa y respondió con suavidad—: Sí. Tengo lo que necesito: mis hijos.

 

 

 

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