“Te extraño, cariño. Ojalá estuvieras aquí esta noche.”
Su voz tenía una calidez que Elena nunca antes le había oído. Sus manos comenzaron a temblar. El biberón se le resbaló de la mano y rodó al suelo. No lo confrontó. No gritó ni lloró. En cambio, se dio la vuelta, regresó a la habitación de su bebé, abrazó a su hija y supo que algo en su interior acababa de morir.
A partir de ese momento, Elena optó por el silencio.
No hubo discusiones dramáticas, ni acusaciones, ni demostraciones de celos. Solo una silenciosa resistencia.
Raúl continuó con su doble vida: sus viajes de negocios, sus reuniones nocturnas, sus lujosos regalos para comprarle paz. Elena, mientras tanto, continuó con la suya: trabajaba con ahínco en su pequeño consultorio de psicología, ahorraba todo el dinero posible y construía un universo emocional apacible al que solo sus hijos, Diego y Camila, tenían acceso.
Sus amigos a menudo le decían lo bendecida que era.
—Tienes suerte, Elena. Raúl te trata como a una reina. —Le dedicó una pequeña sonrisa y respondió con suavidad—: Sí. Tengo lo que necesito: mis hijos.
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